sábado, 5 de noviembre de 2011

18.- 24 horas para 200 kilómetros

Quién hubiera creído que era posible hacer tan pocos kilómetros en un día entero viajando en auto.
la ruta hecha: Puerto principe-SAint Marc-Gonaives-Cap Haitien. Y de vuelta... esa es otra historia
El 1° y 2 de noviembre es feriado en Haití por día de muertos y de todos los santos. Tengo entonces la posibilidad de hacer algún paseo. Y desde antes de venir a este país, cuando leí “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, quería conocer Cabo Haitiano que es donde se sitúa una parte muy importante de la novela. Así me fui, en auto con amigos.
La distancia a recorrer son 200 kilómetros, pero más de la mitad de la ruta es por la selva y no tiene asfalto, así que salimos bien temprano para llegar a una hora decente, poder pasar a darnos un chapuzón en el Caribe que aún no conozco.
A medida que nos internamos en esa vegetación tan profusa, tan variada aunque lo que más se ve (o reconozco, tal vez) son los bananos, va desapareciendo el asfalto. Ese verde tan fresco y que da la sensación de fertilidad, de abundancia, lleno de flores raras, de lianas, cobija una gran humedad que termina siempre en lluvias torrenciales y, sumado a la poca voluntad de mantener los caminos, estos se convierten en una sucesión de pozos, piedras, pozos, árboles tirados, pozos, bordes filosos de un pedazo de asfalto, pozos. Paramos en una estación de servicio a cargar nafta, almorzar y seguir viaje con la esperanza de llegar para la anhelada zambullida en aguas transparentes y celestes. Todavía nos falta un poco más de la mitad y no pensábamos que íbamos a tardar tanto. Llegamos al Cabo a eso de las 15:30, unas dos horitas antes de que se haga de noche. Todavía tenemos que buscar hotel. Hoy no iremos a la playa. Será mañana después de la visita al Palacio “Sans Souci” y el fuerte “Laferriere”.
Al llegar al palacio, a 17 millas (acá mezclan las dos medidas, kilómetros y millas, Centígrados y Fahrenheit libras y gramos) del hotel para lo que tardamos 50 minutos, la vista imponente del monumento me deja sin aliento. Las ruinas de un castillo impresionante duermen entre los yuyos crecidos; se ven paredes sin techo y la majestuosidad de cualquier castillo (pequeño) europeo. En él vivió el Rey Henri Christophe, un negro que luchó para abolir la esclavitud, dirigente de las revueltas más dignas, a quien el triunfo lo dejó sin recuerdos de su lucha y que sometió a 20.000 esclavos para realizar su sueño y ambición de ser de la nobleza, por lo que mandó a matar a su compañero de lucha Dessalines (aún hoy considerado el padre de la patria).
Subiendo por unas escaleras enormes, al recorrer los pasadizos ahora no tan secretos y expuestos, mirando las subidas y bajadas, y descubrir la un jardín simulando ser Francia, las estatuas de mármol de mujeres hermosas (y blancas) en el jardín, hacen que sea inevitable ver al rey autoproclamado, paseándose por ahí mismo con zapatos a la Luis XV, ya pasados de moda para la época y con los tacos torcidos, con peluca blanca y con una reina vestida de seda. Y no se puede menos que pensar en los negros esclavos trabajando para otro negro que supo ser esclavo, siendo azotados por negros que apenas unos años antes habían tenido esa suerte pero en manos de un blanco al que con odio dieron una muerte violenta justificada.
Sin embargo, Henri Christophe, rey del reino de Haití, está en los billetes de 100 gurdas, con una de sus faraónicas construcciones al reverso. Por alguna razón es venerado, querido, incriticado…
Subimos por la ladera de una montaña que está detrás del Sans Souci en dirección a la fortaleza más grande de América Latina. Hay que subir unos cuantos kilómetros, no sabemos si con 1,5; 5 ó 7, tenemos todas esas versiones. Pero el camino está empedrado y a pesar de que nos ofrecen caballos, subimos a pie. La caminata es agotadora, las subidas son muy empinadas, parece mentira que haya habido un alma que anduvo cargando una piedra para los muros que su majestad quiso construir de más de 40 metros de alto. Pasan las horas y seguimos subiendo asediados por chiquitos que tienden la mano y dicen “give me one dollar” a la vez que se ríen de nosotros, me dan la mano unos metros, por momentos tengo de la mano a más de 6 chicos que les divierto. Se venden collares de semillas, bananas, cocos, agua envasada, muñecas de trapo, esculturas de madera, máscaras. Todos quieren vender y para eso me dicen su nombre y quieren saber el mío. “Comprame a la vuelta, cuando bajes. Acordate, yo soy Jacqueline, ¿cómo te llamás vos?” y así con cada objeto en venta. Estoy saturada del asedio comercial. Sigo subiendo, tengo la lengua afuera, las pantorrillas al borde del calambre.
Y llego a esa cosa grandiosa, majestuosa, inútil y abandonada que es el fuerte. Situada en lo alto de la montaña, la más alta de todas las de la zona, una mole gigantesca de piedra se impone y apabulla. Verla de afuera hace llorar de saber que esos 20.000 negros, muchas veces enfermos, viejos, embarazadas y niños prefirieron morir que seguir siendo castigados, por no mencionar semejante explotación. Entonces se rebelaban, no seguían. Y el trabajo de ese grupo de esclavos, pongamos 100, que tenía que terminar un tramo determinado debía ahora ser hecho en ese mismo tiempo, pero habiéndole matado a 20 como ejemplo para no sublevarse. Lo primero que vi cuando entré fueron las habitaciones de esclavos, huecos en la pared gruesa que servía de depósito de cuerpos negros, los esclavos de Henri Christophe. Pensé que las plantaciones de cañas serían más bondadosas que ese trabajo insólito. Y sé que es mejor ser explotado por el enemigo que por un compañero.
Evidentemente no tengo alma militar porque me parece una idiotez la construcción del fuerte, tan alejado de todo, que difícilmente pudiera servir de defensa de nada, tanto es el camino para recorrer hasta el palacio. Se puede ver hasta Cuba en días buenos, pero yo no vi nada. Aún están todas las 50.000 balas de cañón que allí se hicieron por las dudas los franceses (a los que tanto copió el rey de Haití) insistieran con tener esa colonia en el Caribe. Ni una vez se dispararon los cañones que imagino llegarían apenas al pie de la montaña, que no es poco pero insuficiente, ¿no?
La Citadelle tenía una capacidad de reserva de alimentos para 5.000 soldados durante un año (¿contarían a los esclavos?) y un sistema de cisternas para recoger agua de lluvia.
El fuerte nunca fue utilizado con fines militares.


Vuelta a Puerto Príncipe
A las 5 de la tarde, llegamos de  nuevo hasta el auto que nos llevaría de nuevo a Puerto Príncipe. Estoy contenta de haber visto lo que vi, aunque sigo sin entender ese respeto-amor que le tienen al tirano de los billetes de 100. Ya no quedan ni rastros en nuestros estómagos del desayuno de las 7 de la mañana, morimos de hambre. Vuelvo a pensar en el esfuerzo de los esclavos y su maldita suerte. Ya no iremos a la playa, en una hora anochecerá. Será para una próxima vez.
Decidimos tomar una ruta alternativa, no la que hicimos el día anterior, una que nos acortará un poco los kilómetros, en vez de 200 serán 180, pero 20 kilómetros son bastante en rutas de estas condiciones. Además, y fundamentalmente, queremos evitar las 17 millas que hicimos de Cabo Haitiano hasta el Sans Souci. Encaramos directamente al corazón del país, por un camino enteramente por la selva.
A los pocos kilómetros se rompió el aire acondicionado por lo que tuvimos que abrir las ventanillas con la consecuente humedad, tierra y viento que nos dan de lleno. “No importa. Tan lindo ha sido este paseo” me digo.
A medida que nos internamos en la selva, se va haciendo de noche y el camino no se ve bien y no está bien. Es todo un ripio, más bien caminos de tierra con más pozos que el anterior y la desventaja de la oscuridad.
Sigue empeorando y ya es completamente de noche, no hay luna. Es la oscuridad más intensa que he visto. Pero además, me acompaña una sensación de fantasmagoría. Las casitas que bordean la ruta no tienen luz, no hay luz eléctrica ni el resplandor de una vela que indique presencia humana. Por supuesto que no existe ningún tipo de alumbrado público. No hay gente a la vista, no hay más sonido que el del motor y las ruedas mordiendo las piedras sueltas. Las hojas de los bananos iluminados por los faros del auto inventan formas diversas en su reverso plateado. Parece que hay alguien por cruzar el camino, pero son las hojas de banano. Se ve una cara y dos brazos agitados, pero son las hojas de banano. A lo lejos se ve una multitud pero son las hojas de banano. Y ya se agitan más, y más se ven las figuras que ahora deseo descubrir, porque se avecina una tormenta tropical. Vienen las primeras gotas y enseguida se hace una lluvia torrencial. Todavía nos vamos riendo de la subida a la Citadelle y de lo fuera de forma que estamos y qué hambre que tenemos. Ni bien veamos una estación de servicio comemos algo. Sí, es que ya serán como las 8 de la noche. Seguimos la ruta que nos indica el GPS satelital (¡qué invento maravilloso!) hasta que llegamos a un río que corta el camino. Bajo para mirar de cerca el agua y tratar de calcular si el auto pasa o se queda en el medio y vemos una persona cruzando con el agua arriba de la rodilla. Tenemos que encontrar otra ruta. El aparato nos muestra una alternativa que hace un asa y recupera más allá el camino a seguir hasta la población de Hinches que es la mitad del camino a Puerto Príncipe. Vamos hacia allá. La ruta alternativa vuelve a cortarse por un arroyo pero que pasamos sin dificultad. Pero más lejos otro más caudaloso no nos deja seguir. Y así hacemos varias veces por vías alternativas y mientras se nos agotan las alternativas se nos agota la conversación. En una de esas vueltas sobre nuestros pasos, uno de los arroyitos que pasamos sin dificultad se ha convertido en un río con más agua y muy sucia. Es evidente que la lluvia está alimentando los causes y que pronto no podremos seguir cruzándolos. La última alternativa se ve frustrada no sólo por un río que aparentemente está creciendo sino que hay un gran escalón para llegar a él.
A pesar de estar a unos pocos kilómetros de Hinches, tenemos que regresar a Cabo Haitiano para hacer la ruta que hicimos el día anterior, de ida. Dudamos mucho entre arriesgarnos o volver 5 horas de camino para hacer luego las otras 6 ó 7 hasta nuestro destino final. Muy a pesar de todo, volvemos. Son cerca de las 10 de la noche, seguimos sin comer nada.
Lo que nos faltaba: pinchamos un neumático en medio de la nada. Hay casas, pero no hay nada más, aparentemente. Cambiamos la rueda de auxilio, ayudados por una linternita que en la semejante negrura parece un reflector. Rogamos por que no pinchemos una segunda vez, pero en vano, porque sucede. Y además, casi no tenemos combustible tantas son las idas y vueltas que hemos dado. A 20 kilómetros está la estación de servicio en la que paramos de ida. Tenemos que llegar ahí para cargar nafta y ver qué hacemos con el segundo neumático pinchado, al que reparamos con un aerosol mágico, pero eso no va a durar. Desde que decidimos volver al camino primario, el paisaje es atemorizante, me doy cuenta de lo despoblado, es como andar por un país fantasma, donde quedaron las casas sin personas, como tras una explosión de la bomba de neutrones. Todo parece abandonado, vacío.
Llegamos con los vapores del aliento del último centímetro cúbico de nafta del tanque a la estación de servicio. Pero hay que esperar que abra: en Haití cierran de noche. Mejor, dormiremos dos horas hasta las 6.
Ya con el sol calentando todo, tenemos que resolver el problema de la rueda pinchada, en las estaciones de servicio no hay este auxilio. Al fin parece que las plegarias de estos tres ateos surtieron efecto (es que las comunicaciones son lentas en este lado del mundo) y un hombre arregla cubiertas no lejos de ahí. Pero la nuestra está totalmente deshilachada y no se puede hacer nada. Así que los rezos e imploraciones al señor habrán sido suficientes porque, tiene uno para vendernos. Increíble que en el medio de la selva tengan uno que nos sirva. Seguimos. Tenemos que llegar a Gonaives para poder comprar dos neumáticos que nos den la seguridad de cubrir una emergencia como esa. Y llegamos. Me siento tan mal que estoy anestesiada. Gonaives es  una ciudad grande donde hay muchos comercios pero no encontramos el neumático que nos sirva. Cada vez es más increíble la suerte que tuvimos en la selva con ese neumático. Enciendo la radio para escuchar algo de música y descubro que un locutor está cantando en español, en argentino, acompañado por el resto de la mesa de la radio… ¡es el Negro Oro de Radio 10! ¿Pero qué pasa? ¿Alucino por el hambre? Y vienen las noticias y Cristina, la presi, anuncia que quiere que seamos un país capitalista en serio, no esta pavada de anarco capitalismo en donde nadie controla nada. No entiendo qué pasa. Por las dudas, les aconsejo no ir a Gonaives, porque no solo no tiene neumáticos, sino que tiene radio 10. Luego supe que una base militar argentina es la que la retrasmite… Sin comentarios.
Ya a esta altura parezco Don King, con los pelos parados, mugrienta de cambiar gomas y revisar ríos, de ventanilla abierta por la selva húmeda y los caminos polvosos pero es media mañana y estamos cerca de la ruta buena en la que de todos modos no podremos superar los 80 kilómetros por hora debido a las gomas reventadas y malas que tenemos. Un sandwich a las 12 nos devolvió a la vida.
Llego a mi casa con la esperanza que haya agua y que la cama esté en su lugar. Y así fue.
24 horas para 200 kilómetros.

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