Quién hubiera creído que era
posible hacer tan pocos kilómetros en un día entero viajando en auto.
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la ruta hecha: Puerto principe-SAint Marc-Gonaives-Cap Haitien. Y de vuelta... esa es otra historia |
El 1° y 2 de noviembre es
feriado en Haití por día de muertos y de todos los santos. Tengo entonces la
posibilidad de hacer algún paseo. Y desde antes de venir a este país, cuando
leí “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, quería conocer Cabo Haitiano
que es donde se sitúa una parte muy importante de la novela. Así me fui, en
auto con amigos.
La distancia a recorrer son
200 kilómetros, pero más de la mitad de la ruta es por la selva y no tiene
asfalto, así que salimos bien temprano para llegar a una hora decente, poder
pasar a darnos un chapuzón en el Caribe que aún no conozco.
A medida que nos internamos
en esa vegetación tan profusa, tan variada aunque lo que más se ve (o
reconozco, tal vez) son los bananos, va desapareciendo el asfalto. Ese verde
tan fresco y que da la sensación de fertilidad, de abundancia, lleno de flores
raras, de lianas, cobija una gran humedad que termina siempre en lluvias torrenciales
y, sumado a la poca voluntad de mantener los caminos, estos se convierten en
una sucesión de pozos, piedras, pozos, árboles tirados, pozos, bordes filosos
de un pedazo de asfalto, pozos. Paramos en una estación de servicio a cargar
nafta, almorzar y seguir viaje con la esperanza de llegar para la anhelada
zambullida en aguas transparentes y celestes. Todavía nos falta un poco más de
la mitad y no pensábamos que íbamos a tardar tanto. Llegamos al Cabo a eso de
las 15:30, unas dos horitas antes de que se haga de noche. Todavía tenemos que
buscar hotel. Hoy no iremos a la playa. Será mañana después de la visita al
Palacio “Sans Souci” y el fuerte “Laferriere”.
Subiendo por unas escaleras
enormes, al recorrer los pasadizos ahora no tan secretos y expuestos, mirando
las subidas y bajadas, y descubrir la un jardín simulando ser Francia, las
estatuas de mármol de mujeres hermosas (y blancas) en el jardín, hacen que sea
inevitable ver al rey autoproclamado, paseándose por ahí mismo con zapatos a la
Luis XV, ya pasados de moda para la época y con los tacos torcidos, con peluca
blanca y con una reina vestida de seda. Y no se puede menos que pensar en los
negros esclavos trabajando para otro negro que supo ser esclavo, siendo
azotados por negros que apenas unos años antes habían tenido esa suerte pero en
manos de un blanco al que con odio dieron una muerte violenta justificada.
Subimos por la ladera de una
montaña que está detrás del Sans Souci en dirección a la fortaleza más grande
de América Latina. Hay que subir unos cuantos kilómetros, no sabemos si con
1,5; 5 ó 7, tenemos todas esas versiones. Pero el camino está empedrado y a
pesar de que nos ofrecen caballos, subimos a pie. La caminata es agotadora, las
subidas son muy empinadas, parece mentira que haya habido un alma que anduvo cargando
una piedra para los muros que su majestad quiso construir de más de 40 metros
de alto. Pasan las horas y seguimos subiendo asediados por chiquitos que
tienden la mano y dicen “give me one dollar”
a la vez que se ríen de nosotros, me dan la mano unos metros, por momentos
tengo de la mano a más de 6 chicos que les divierto. Se venden collares de
semillas, bananas, cocos, agua envasada, muñecas de trapo, esculturas de
madera, máscaras. Todos quieren vender y para eso me dicen su nombre y quieren
saber el mío. “Comprame a la vuelta, cuando bajes.
Acordate, yo soy Jacqueline, ¿cómo te llamás vos?” y así con cada
objeto en venta. Estoy saturada del asedio comercial. Sigo subiendo, tengo la
lengua afuera, las pantorrillas al borde del calambre.
Y llego a esa cosa
grandiosa, majestuosa, inútil y abandonada que es el fuerte. Situada en lo alto
de la montaña, la más alta de todas las de la zona, una mole gigantesca de
piedra se impone y apabulla. Verla de afuera hace llorar de saber que esos
20.000 negros, muchas veces enfermos, viejos, embarazadas y niños prefirieron
morir que seguir siendo castigados, por no mencionar semejante explotación.
Entonces se rebelaban, no seguían. Y el trabajo de ese grupo de esclavos,
pongamos 100, que tenía que terminar un tramo determinado debía ahora ser hecho
en ese mismo tiempo, pero habiéndole matado a 20 como ejemplo para no
sublevarse. Lo primero que vi cuando entré fueron las habitaciones de esclavos,
huecos en la pared gruesa que servía de depósito de cuerpos negros, los
esclavos de Henri Christophe. Pensé que las plantaciones de cañas serían más
bondadosas que ese trabajo insólito. Y sé que es mejor ser explotado por el
enemigo que por un compañero.
La Citadelle tenía una
capacidad de reserva de alimentos para 5.000 soldados durante un año
(¿contarían a los esclavos?) y un sistema de cisternas para recoger agua de
lluvia.
El fuerte nunca fue
utilizado con fines militares.
Vuelta a Puerto Príncipe
A las 5 de la tarde,
llegamos de nuevo hasta el auto que nos
llevaría de nuevo a Puerto Príncipe. Estoy contenta de haber visto lo que vi,
aunque sigo sin entender ese respeto-amor que le tienen al tirano de los
billetes de 100. Ya no quedan ni rastros en nuestros estómagos del desayuno de
las 7 de la mañana, morimos de hambre. Vuelvo a pensar en el esfuerzo de los
esclavos y su maldita suerte. Ya no iremos a la playa, en una hora anochecerá.
Será para una próxima vez.
Decidimos tomar una ruta
alternativa, no la que hicimos el día anterior, una que nos acortará un poco
los kilómetros, en vez de 200 serán 180, pero 20 kilómetros son bastante en
rutas de estas condiciones. Además, y fundamentalmente, queremos evitar las 17 millas
que hicimos de Cabo Haitiano hasta el Sans Souci. Encaramos directamente al
corazón del país, por un camino enteramente por la selva.
A los pocos kilómetros se
rompió el aire acondicionado por lo que tuvimos que abrir las ventanillas con
la consecuente humedad, tierra y viento que nos dan de lleno. “No importa. Tan
lindo ha sido este paseo” me digo.
A medida que nos internamos
en la selva, se va haciendo de noche y el camino no se ve bien y no está bien.
Es todo un ripio, más bien caminos de tierra con más pozos que el anterior y la
desventaja de la oscuridad.
Sigue empeorando y ya es
completamente de noche, no hay luna. Es la oscuridad más intensa que he visto.
Pero además, me acompaña una sensación de fantasmagoría. Las casitas que
bordean la ruta no tienen luz, no hay luz eléctrica ni el resplandor de una
vela que indique presencia humana. Por supuesto que no existe ningún tipo de
alumbrado público. No hay gente a la vista, no hay más sonido que el del motor
y las ruedas mordiendo las piedras sueltas. Las hojas de los bananos iluminados
por los faros del auto inventan formas diversas en su reverso plateado. Parece
que hay alguien por cruzar el camino, pero son las hojas de banano. Se ve una
cara y dos brazos agitados, pero son las hojas de banano. A lo lejos se ve una
multitud pero son las hojas de banano. Y ya se agitan más, y más se ven las
figuras que ahora deseo descubrir, porque se avecina una tormenta tropical.
Vienen las primeras gotas y enseguida se hace una lluvia torrencial. Todavía
nos vamos riendo de la subida a la Citadelle y de lo fuera de forma que estamos
y qué hambre que tenemos. Ni bien veamos una estación de servicio comemos algo.
Sí, es que ya serán como las 8 de la noche. Seguimos la ruta que nos indica el
GPS satelital (¡qué invento maravilloso!) hasta que llegamos a un río que corta
el camino. Bajo para mirar de cerca el agua y tratar de calcular si el auto
pasa o se queda en el medio y vemos una persona cruzando con el agua arriba de
la rodilla. Tenemos que encontrar otra ruta. El aparato nos muestra una
alternativa que hace un asa y recupera más allá el camino a seguir hasta la
población de Hinches que es la mitad del camino a Puerto Príncipe. Vamos hacia
allá. La ruta alternativa vuelve a cortarse por un arroyo pero que pasamos sin
dificultad. Pero más lejos otro más caudaloso no nos deja seguir. Y así hacemos
varias veces por vías alternativas y mientras se nos agotan las alternativas se
nos agota la conversación. En una de esas vueltas sobre nuestros pasos, uno de
los arroyitos que pasamos sin dificultad se ha convertido en un río con más
agua y muy sucia. Es evidente que la lluvia está alimentando los causes y que
pronto no podremos seguir cruzándolos. La última alternativa se ve frustrada no
sólo por un río que aparentemente está creciendo sino que hay un gran escalón
para llegar a él.
A pesar de estar a unos
pocos kilómetros de Hinches, tenemos que regresar a Cabo Haitiano para hacer la
ruta que hicimos el día anterior, de ida. Dudamos mucho entre arriesgarnos o
volver 5 horas de camino para hacer luego las otras 6 ó 7 hasta nuestro destino
final. Muy a pesar de todo, volvemos. Son cerca de las 10 de la noche, seguimos
sin comer nada.
Lo que nos faltaba:
pinchamos un neumático en medio de la nada. Hay casas, pero no hay nada más,
aparentemente. Cambiamos la rueda de auxilio, ayudados por una linternita que
en la semejante negrura parece un reflector. Rogamos por que no pinchemos una
segunda vez, pero en vano, porque sucede. Y además, casi no tenemos combustible
tantas son las idas y vueltas que hemos dado. A 20 kilómetros está la estación
de servicio en la que paramos de ida. Tenemos que llegar ahí para cargar nafta
y ver qué hacemos con el segundo neumático pinchado, al que reparamos con un
aerosol mágico, pero eso no va a durar. Desde que decidimos volver al camino
primario, el paisaje es atemorizante, me doy cuenta de lo despoblado, es como
andar por un país fantasma, donde quedaron las casas sin personas, como tras
una explosión de la bomba de neutrones. Todo parece abandonado, vacío.
Llegamos con los vapores del
aliento del último centímetro cúbico de nafta del tanque a la estación de
servicio. Pero hay que esperar que abra: en Haití cierran de noche. Mejor,
dormiremos dos horas hasta las 6.
Ya con el sol calentando
todo, tenemos que resolver el problema de la rueda pinchada, en las estaciones
de servicio no hay este auxilio. Al fin parece que las plegarias de estos tres
ateos surtieron efecto (es que las comunicaciones son lentas en este lado del
mundo) y un hombre arregla cubiertas no lejos de ahí. Pero la nuestra está
totalmente deshilachada y no se puede hacer nada. Así que los rezos e
imploraciones al señor habrán sido suficientes porque, tiene uno para
vendernos. Increíble que en el medio de la selva tengan uno que nos sirva.
Seguimos. Tenemos que llegar a Gonaives para poder comprar dos neumáticos que
nos den la seguridad de cubrir una emergencia como esa. Y llegamos. Me siento
tan mal que estoy anestesiada. Gonaives es
una ciudad grande donde hay muchos comercios pero no encontramos el
neumático que nos sirva. Cada vez es más increíble la suerte que tuvimos en la
selva con ese neumático. Enciendo la radio para escuchar algo de música y
descubro que un locutor está cantando en español, en argentino, acompañado por
el resto de la mesa de la radio… ¡es el Negro Oro de Radio 10! ¿Pero qué pasa?
¿Alucino por el hambre? Y vienen las noticias y Cristina, la presi, anuncia que
quiere que seamos un país capitalista en serio, no esta pavada de anarco
capitalismo en donde nadie controla nada. No entiendo qué pasa. Por las dudas,
les aconsejo no ir a Gonaives, porque no solo no tiene neumáticos, sino que tiene
radio 10. Luego supe que una base militar argentina es la que la retrasmite… Sin
comentarios.
Ya a esta altura parezco Don
King, con los pelos parados, mugrienta de cambiar gomas y revisar ríos, de
ventanilla abierta por la selva húmeda y los caminos polvosos pero es media
mañana y estamos cerca de la ruta buena en la que de todos modos no podremos
superar los 80 kilómetros por hora debido a las gomas reventadas y malas que
tenemos. Un sandwich a las 12 nos devolvió a la vida.
Llego a mi casa con la
esperanza que haya agua y que la cama esté en su lugar. Y así fue.
24 horas para 200
kilómetros.
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