sábado, 31 de diciembre de 2011

23.- Saliendo de Puerto Príncipe, de vuelta en Buenos Aires

Llegué al aeropuerto con 3 horas de antelación, para calmar los nervios.
Además, uno nunca sabe hasta dónde puede el tráfico complicar la vida a cualquiera. Las rutas son únicas, sin alternativas, finitas, en mal estado y la lógica y tozudez haitianas son especiales para crear “Blokis” (bloqueo en créole).
Al llegar a la entrada, tengo 2 valijas enormes para despachar y una valija pequeña para llevar en la cabina más la mochila. No hay carritos para llevar el equipaje hasta el mostrador de embarque, pero como voy con los amigos, sobran las manos y las valijas tienen rueditas, Pero a la entrada nos paran en seco, nos piden el pasaporte del que viaja, o sea el mío. Se lo muestro y el resto no puede pasar. De nuevo preguntamos, “¿podemos pasar?” “no” “¿podemos pasar?” “no” “¿podemos pasar?” “bueno, pase”. Así que me acompañan hasta despachar las valijas. Yo hice el check-in por internet, pero no hay fila especial. Al menos tengo el pase de abordar impreso, ganaré algo de tiempo. De todos modos cuando llego al mostrador me lo imprimen (y veo una leyenda, en ese pase que me dieron, que dice “ahorre tiempo: haga el check-in desde su casa e imprima el pase de abordar”. Está bien, qué voy a decir. Me pesan las valijas y aparentemente tengo un kilo de más. Me asesoran los amigos y me dicen que les pida la valija para sacar peso. Me dan la pequeña, pero les pido la grande (lo autorizado es una de 9 kilos y otra de 23) y al ver el tamaño del monstruo, se desaniman y me dicen “debería cobrarle este kilo de más, pero la vamos a dejar pasar”, Muy bien. Me despido de los amigos y paso a la sala de embarque. Me hacen descalzar y pasar por el arco y no suena ni un pitidito. No obstante, una mujer policía me indica que abra los brazos en cruz y procede a cachearme. Es un cacheo tan a fondo que tengo que mirarle la cara para asegurarme que no lo está disfrutando; manos por el pecho demasiado detenidas, la panza, la cola entre las piernas… ¡a la vista de todo el que quiera ver! Qué sensación fea. Me vuelvo a poner las zapatillas y observo si con todos los pasajeros es lo mismo. Y sí, varones y mujeres son sometidos al manoseo demasiado minucioso. Sigo observando. Ahora es el turno de una mujer muy grande, con unos senos del tamaño de una sandía acorde a todo su cuerpo. Pues, se los levantan y le palpan la sombra de las sandías. Y el siguiente, y el siguiente pasajero o pasajera. Observo que viene es el turno de una monja blanca. ¡Que nadie se interponga en el campo de visión que esto no me lo quiero perder! La policía la cachea… como me cacheó a mí. La cara de la monja valió todas las demás caras. Bueno, no sé por qué, pero es así.
De todas las personas que están en la sala esperando, hay dos que no quiero que se me sienten al lado durante el vuelo: la monja y un MINUSTAH de Brasil.
Pero lo que es el karma… me toca al lado del MINUSTAH. Y ya sentados nos dan a llenar una ficha de salud para cuando lleguemos a Panamá en la que preguntan si tenemos o tuvimos diarreas en las últimas 24 horas o si tuvimos contacto con enfermos de cólera. Tengo ganas de pelear al vecino de asiento y preguntarle si tenía información respecto de los nepaleses que introdujeron el cólera y si les hicieron la pregunta antes de entrar, y si –en tal caso- mintieron en la respuesta. Y me empiezo a dar cuerda y espero que me pida la lapicera para decirle que no le presto nada porque es de MINUSTAH. Pero el muy cagón no me pide nada. Entonces se pone a leer y quiero ver qué lee y veo que es un libro religioso, pesco palabras al azar, títulos “virgen María, pecadores, infieles, pecado, virgen, dios” Y se señalador tienen la pulsera de la entrada a la playa más top de Haití. Ay señor… qué karma.
El viaje es corto entre Puerto Príncipe y Panamá y con casi certeza sé que en el vuelo siguiente, el largo de 7 horas hasta Buenos Aires, no tendré al indeseable al lado.
En el aeropuerto de Panamá tengo una hora y media para ver si le puedo comprar algo que me encargó mi hijo, aprovecho para perfumarme gratis, busco 2 botellas de ron y alguna pavada más, y por todo eso, casi pierdo la conexión. Pero lo logro y llego a Buenos Aires.
Me encuentro con Éric, nos abrazamos tanto, nos besamos muchísimo (no lo bastante) y emprendemos el regreso a casa.
Son solo 3 meses los que estuve ausente, y todo me parece tan familiar, como un recuerdo perdido en los laberintos de la mente. Pero así miro las cosas.
Me sorprendo de caminar por veredas, de ver colectivos, de no escuchar los generadores y en su lugar los ruidos de motores sin escape (¡qué fastidio!) y muy pocas personas me piden dinero. Ahora son menos, muchos menos, los negros en la calle, algunos los veo vendiendo bijouterie sobre un paraguas rojos. Sé que la mayoría son de Senegal, pero pienso en Haití. Eso, en lugar de los pintores de las calles de Pétion-Ville que exponen sus cuadros en las paredes públicas, a lo largo de 200 metros, más o menos.
Me alegro de tomar agua de la canilla, me pone de buen humor el zorzal al amanecer en vez del gallo de las 4 de la mañana. Ya no veo cabras por las calles, miro de nuevo los paseadores de perros que de todos modos ejercen en mí una fascinación incrédula (¿Cómo es que no se les pelean los perros?)
Cuando llego a casa a revisar los mails, no temo a no tener internet y dicho sea de paso, no extraño ver a mis queridos por la camarita. Sudo sin pensar o dudar de que haya agua para bañarme: transpiro en libertad.
Me quedo embelesada mirando los semáforos, como hace muchos años, cuando era una nena de pueblo que iba a visitar a los primos a Rosario, una gran ciudad, y entonces me detenía en las esquinas a mirar esas luces roja, amarilla, verde, otra vez amarilla, roja, etc. y la consecuente vergüenza de mi prima a mi lado. Increíble el automatismo que ordenaba el tránsito.
Las primeras llamadas de teléfono tiendo a contestar con un “Allô?” pero se me pasa rápido. Ya no hay gente que lleve todo en la cabeza, no venden bananas fritas y no compro más la fruta rica de las señoras en la calle. Lo mejor es que no veo un solo vehículo militar (ni de ningún tipo) de la “UN”.
Casi que descubro el alumbrado público en la noche en lugar de la oscuridad de Haití de la ciudad y de la selva. La noche haitiana y citadina a veces solamente cortada por un resplandor a lo lejos que a medida que me acercaba se le sumaba un olor agrio de la quema de basura y al llegar al lado, un resplandor anaranjado de las llamas iluminaba algunos metros y de nuevo la tiniebla de la falta de electricidad.
Encontré a mi hijo muy grande (¿cómo se  puede crecer tanto en 3 meses?) y satisfecho de haber terminado el año de facultad con éxito. Mi hija y mi nieta siguen siendo tan divinas como antes y mis viejos, los de siempre.
¿Y yo? ¿Soy la de antes?

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