Llegué al aeropuerto con 3 horas de
antelación, para calmar los nervios.
Además, uno nunca sabe hasta dónde puede
el tráfico complicar la vida a cualquiera. Las rutas son únicas, sin
alternativas, finitas, en mal estado y la lógica y tozudez haitianas son
especiales para crear “Blokis” (bloqueo en créole).
Al llegar a la entrada, tengo 2 valijas
enormes para despachar y una valija pequeña para llevar en la cabina más la
mochila. No hay carritos para llevar el equipaje hasta el mostrador de
embarque, pero como voy con los amigos, sobran las manos y las valijas tienen
rueditas, Pero a la entrada nos paran en seco, nos piden el pasaporte del que
viaja, o sea el mío. Se lo muestro y el resto no puede pasar. De nuevo
preguntamos, “¿podemos pasar?” “no” “¿podemos pasar?” “no” “¿podemos pasar?”
“bueno, pase”. Así que me acompañan hasta despachar las valijas. Yo hice el
check-in por internet, pero no hay fila especial. Al menos tengo el pase de
abordar impreso, ganaré algo de tiempo. De todos modos cuando llego al mostrador
me lo imprimen (y veo una leyenda, en ese pase que me dieron, que dice “ahorre
tiempo: haga el check-in desde su casa e imprima el pase de abordar”. Está
bien, qué voy a decir. Me pesan las valijas y aparentemente tengo un kilo de
más. Me asesoran los amigos y me dicen que les pida la valija para sacar peso.
Me dan la pequeña, pero les pido la grande (lo autorizado es una de 9 kilos y
otra de 23) y al ver el tamaño del monstruo, se desaniman y me dicen “debería
cobrarle este kilo de más, pero la vamos a dejar pasar”, Muy bien. Me despido
de los amigos y paso a la sala de embarque. Me hacen descalzar y pasar por el
arco y no suena ni un pitidito. No obstante, una mujer policía me indica que
abra los brazos en cruz y procede a cachearme. Es un cacheo tan a fondo que
tengo que mirarle la cara para asegurarme que no lo está disfrutando; manos por
el pecho demasiado detenidas, la panza, la cola entre las piernas… ¡a la vista
de todo el que quiera ver! Qué sensación fea. Me vuelvo a poner las zapatillas
y observo si con todos los pasajeros es lo mismo. Y sí, varones y mujeres son
sometidos al manoseo demasiado minucioso. Sigo observando. Ahora es el turno de
una mujer muy grande, con unos senos del tamaño de una sandía acorde a todo su
cuerpo. Pues, se los levantan y le palpan la sombra de las sandías. Y el
siguiente, y el siguiente pasajero o pasajera. Observo que viene es el turno de
una monja blanca. ¡Que nadie se interponga en el campo de visión que esto no me
lo quiero perder! La policía la cachea… como me cacheó a mí. La cara de la
monja valió todas las demás caras. Bueno, no sé por qué, pero es así.
De todas las personas que están en la
sala esperando, hay dos que no quiero que se me sienten al lado durante el
vuelo: la monja y un MINUSTAH de Brasil.
Pero lo que es el karma… me toca al lado
del MINUSTAH. Y ya sentados nos dan a llenar una ficha de salud para cuando
lleguemos a Panamá en la que preguntan si tenemos o tuvimos diarreas en las
últimas 24 horas o si tuvimos contacto con enfermos de cólera. Tengo ganas de
pelear al vecino de asiento y preguntarle si tenía información respecto de los
nepaleses que introdujeron el cólera y si les hicieron la pregunta antes de
entrar, y si –en tal caso- mintieron en la respuesta. Y me empiezo a dar cuerda
y espero que me pida la lapicera para decirle que no le presto nada porque es
de MINUSTAH. Pero el muy cagón no me pide nada. Entonces se pone a leer y
quiero ver qué lee y veo que es un libro religioso, pesco palabras al azar,
títulos “virgen María, pecadores, infieles, pecado, virgen, dios” Y se
señalador tienen la pulsera de la entrada a la playa más top de Haití. Ay
señor… qué karma.
El viaje es corto entre Puerto Príncipe
y Panamá y con casi certeza sé que en el vuelo siguiente, el largo de 7 horas
hasta Buenos Aires, no tendré al indeseable al lado.
En el aeropuerto de Panamá tengo una
hora y media para ver si le puedo comprar algo que me encargó mi hijo,
aprovecho para perfumarme gratis, busco 2 botellas de ron y alguna pavada más,
y por todo eso, casi pierdo la conexión. Pero lo logro y llego a Buenos Aires.
Me encuentro con Éric, nos abrazamos
tanto, nos besamos muchísimo (no lo bastante) y emprendemos el regreso a casa.
Son solo 3 meses los que estuve ausente,
y todo me parece tan familiar, como un recuerdo perdido en los laberintos de la
mente. Pero así miro las cosas.
Me sorprendo de caminar por veredas, de
ver colectivos, de no escuchar los generadores y en su lugar los ruidos de
motores sin escape (¡qué fastidio!) y muy pocas personas me piden dinero. Ahora
son menos, muchos menos, los negros en la calle, algunos los veo vendiendo
bijouterie sobre un paraguas rojos. Sé que la mayoría son de Senegal, pero
pienso en Haití. Eso, en lugar de los pintores de las calles de Pétion-Ville
que exponen sus cuadros en las paredes públicas, a lo largo de 200 metros, más
o menos.
Me alegro de tomar agua de la canilla,
me pone de buen humor el zorzal al amanecer en vez del gallo de las 4 de la
mañana. Ya no veo cabras por las calles, miro de nuevo los paseadores de perros
que de todos modos ejercen en mí una fascinación incrédula (¿Cómo es que no se
les pelean los perros?)
Cuando llego a casa a revisar los mails,
no temo a no tener internet y dicho sea de paso, no extraño ver a mis queridos
por la camarita. Sudo sin pensar o dudar de que haya agua para bañarme: transpiro
en libertad.
Me quedo embelesada mirando los semáforos,
como hace muchos años, cuando era una nena de pueblo que iba a visitar a los
primos a Rosario, una gran ciudad, y entonces me detenía en las esquinas a
mirar esas luces roja, amarilla, verde, otra vez amarilla, roja, etc. y la consecuente
vergüenza de mi prima a mi lado. Increíble el automatismo que ordenaba el
tránsito.
Las primeras llamadas de teléfono tiendo
a contestar con un “Allô?” pero se me pasa rápido. Ya no hay gente que lleve
todo en la cabeza, no venden bananas fritas y no compro más la fruta rica de
las señoras en la calle. Lo mejor es que no veo un solo vehículo militar (ni de
ningún tipo) de la “UN”.
Casi que descubro el alumbrado público
en la noche en lugar de la oscuridad de Haití de la ciudad y de la selva. La
noche haitiana y citadina a veces solamente cortada por un resplandor a lo
lejos que a medida que me acercaba se le sumaba un olor agrio de la quema de
basura y al llegar al lado, un resplandor anaranjado de las llamas iluminaba
algunos metros y de nuevo la tiniebla de la falta de electricidad.
Encontré a mi hijo muy grande (¿cómo
se puede crecer tanto en 3 meses?) y
satisfecho de haber terminado el año de facultad con éxito. Mi hija y mi nieta
siguen siendo tan divinas como antes y mis viejos, los de siempre.
¿Y yo? ¿Soy la de antes?