sábado, 29 de octubre de 2011

17.- Regreso a Canáan: una parcela en el cielo

Volví al campo de desplazados al que había ido hace un mes.
Niños del campo de desplazados. Es horrible, pero se llaman "campos".
Ese lugar que describí como seco, desértico y con carpas y chozas en vez de viviendas medianamente dignas. Sin baños ni letrinas, sin duchas ni siquiera improvisadas, sin zanjas, sin agua. Sin una fuente de agua a la mano. Para ello, los que quieran beber (¿quién no?), bañarse, lavar la ropa, deberán recorrer varios kilómetros bajo un sol impiadoso, por caminos hechos al antojo –o sea sin caminos verdaderos- hasta llegar a la ruta, cruzarla e ir en búsqueda del líquido vital. Vuelta a pie con el galón o el balde en la cabeza, con algún niño de la mano, si no es el niño mismo quien va por el agua.
Bueno, sigue igual el lugar. No ha cambiado en nada, obviamente.
Una casita terminada
Fui a presenciar la construcción de unas casitas por parte de una ONG (una de las 12.000 que hay en Haití). Son habitaciones de madera, de 18 m2 con una puerta y dos ventanitas.
El día anterior había visto en la tele un programa que entrevistaba a ganadores del gordo de la lotería, un programa de Francia. Los afortunados describían cómo se habían enterado, de cómo los periodistas llegaban a la puerta de sus casas y la alegría de recibirlos. Así nos recibían en las humildes chozas que habían sido seleccionadas entre las 30.000 familias para hacerles la casita. Tímidamente nos presentamos para avisarles que empezábamos la construcción ahí mismo, detrás de su actual vivienda. Nos esperan ansiosos. Nos dan la mano, nos toman las manos con gratitud, “nos prestan” a sus bebés.
Bebita prestada que me mira
con cierto asco y/o desconfianza
Empezamos el trabajo que se hace con 3 voluntarios haitianos que trae la ONG más los beneficiados, en este caso es el hombre de la casa que nos da una mano.
Me ceden “el honor” de hacer el primer hoyo en la tierra para poner el pilote maestro. Me dan una barra de hierro larga y pesada para comenzar: levanto y hundo en una tierra durísima; levanto y hundo, levanto y hundo. Las piedras son difíciles de partir y sacar, pero insisto. Siento que se me salen los bofes del el fuerzo. ¡Pero la pucha! Qué flojita resulté. Pero no puedo ceder, me da vergüenza decir que no doy más. Se asombran de mi resistencia porque minutos antes me dijeron que este “es trabajo de hombres”. Eso me da el motivo para no aflojar ni un tranco. Por suerte para mí, tengo que parar para que otro con una pala saquen lo que removí. Y otra vez, me toca a mí. ¡Ay, dios! Quiero tirarme en el piso (¡pero a la sombra por favor! Ah, y tráiganme una cerveza bien fría) pero sigo haciendo el pozo. Por fin termino y ponemos el pilote, enterrado a unos 50 cm de profundidad. Una hazaña que en este caso es un pequeño paso para la humanidad pero un esfuerzo inenarrable para mí. El segundo agujero, lo hacen los voluntarios. Para mi asombro veo cómo se van turnando el rol de la varilla y el de la pala porque lo que me tocó a mí, eso de pinchar la tierra con la lanza, no lo hace nunca una sola persona, se van cambiando los lugares… soy una tonta.
Haciendo el pozo. Yo soy la de blanco (ja)
El señor beneficiario de la casita está ayudando. Al cabo de un momento su mujer le acerca algo para protegerse del sol: una especie de boina de plush de color rosado y con una plumita en la frente. Más parece un gorro de dormir de una bailarina del cancán frufrú que de un negro con una pala. La verdad. Yo tengo una gorrita que me dio mi viejo que no debe ser mucho más apropiada que la boina rosa del señor, porque tengo los hombros y las mejillas en llamas a esta altura. Una negra me ve el color de los hombros (prácticamente morados con una raya blanca de los breteles de la remera) y me mira horrorizada. Creo que nunca les pasa esto. Me pregunta con curiosidad si me pica. Me saqué los guantes de cuero que me dieron para el trabajo y tengo dos ampollas en cada pliegue del pulgar. Un encono para agarrar lo que sea. Se apiadan de mí pero también se divierten. Es definitivo: soy de mala calidad. 
La casa de la familia afortunada que recibe la de madera


Emprendo el regreso, la obra quedó  “inaugurada”, otras 200 casitas fueron asignadas. Una gota en el océano. Pienso en la sensación, la alegría de la familia que recibió la casita de madera y entonces cómo no pensar en las otras 29.800 que no tienen esa “suerte”. Pero ¿qué suerte? ¿Es una suerte que les den algo que en el mejor de los casos durará 5 años? ¿Y luego qué? ¿Es acaso en algún punto una solución? ¿Realmente cree alguien que esto les mejora la vida?
Es inevitable pensar que si se vertiera el dinero que estas más de 10.000 ONG consumen, directamente en el país, Haití se levantaría más pronto.
Algunas de estas organizaciones funcionan muy austeramente, pero otras, tienen presupuestos de más de 1 millón de euros anuales. Y cada una de ellas “ayuda” a su antojo. No hay un estado que regule sus necesidades. Así esto se convierte en caridad y no en ayuda. Yo (generalmente un blanco) te doy esto que YO sé que te hace falta. Y siempre, en todos los casos, son medidas paliativas y no de fondo. Habrá mejores y peores voluntades, pero siempre es desde un lugar de saber superior e iluminado.
Y de esos millones que piden a los diferentes estados para trabajar en Haití, sólo un menor porcentaje es para el pueblo. La mayoría es para infraestructura de la ONG (alquileres de lujo muchas veces, sueldos ídem, camionetas, computadoras; luego funcionan un tiempo, hacen dinero y se van). Los contingentes de las organizaciones no duran mucho tiempo, se vuelven a sus países de origen, y con los que vienen hay que empezar de nuevo. Eso sí: los que se fueron habiendo hecho un agujero en la tierra, piensan que tienen derecho a reclamar un lugar en el cielo, que han dejado parte de sus vidas por Haití y los negritos y que son buenos.

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