Volví al campo de desplazados al que había ido hace un mes.
Niños del campo de desplazados. Es horrible, pero se llaman "campos". |
Ese lugar que describí como seco, desértico y con carpas y
chozas en vez de viviendas medianamente dignas. Sin baños ni letrinas, sin
duchas ni siquiera improvisadas, sin zanjas, sin agua. Sin una fuente de agua a
la mano. Para ello, los que quieran beber (¿quién no?), bañarse, lavar la ropa,
deberán recorrer varios kilómetros bajo un sol impiadoso, por caminos hechos al
antojo –o sea sin caminos verdaderos- hasta llegar a la ruta, cruzarla e ir en
búsqueda del líquido vital. Vuelta a pie con el galón o el balde en la cabeza,
con algún niño de la mano, si no es el niño mismo quien va por el agua.
Bueno, sigue igual el lugar. No ha cambiado en nada,
obviamente.
Fui a presenciar la construcción de unas casitas por parte
de una ONG (una de las 12.000 que hay en Haití). Son habitaciones de madera, de
18 m2 con una puerta y dos ventanitas.
Una casita terminada |
El día anterior había visto en la tele un programa que
entrevistaba a ganadores del gordo de la lotería, un programa de Francia. Los
afortunados describían cómo se habían enterado, de cómo los periodistas
llegaban a la puerta de sus casas y la alegría de recibirlos. Así nos recibían en
las humildes chozas que habían sido seleccionadas entre las 30.000 familias
para hacerles la casita. Tímidamente nos presentamos para avisarles que
empezábamos la construcción ahí mismo, detrás de su actual vivienda. Nos
esperan ansiosos. Nos dan la mano, nos toman las manos con gratitud, “nos
prestan” a sus bebés.
Empezamos el trabajo que se hace con 3 voluntarios haitianos
que trae la ONG más los beneficiados, en este caso es el hombre de la casa que
nos da una mano.
Bebita prestada que me mira con cierto asco y/o desconfianza |
Me ceden “el honor” de hacer el primer hoyo en la tierra
para poner el pilote maestro. Me dan una barra de hierro larga y pesada para
comenzar: levanto y hundo en una tierra durísima; levanto y hundo, levanto y
hundo. Las piedras son difíciles de partir y sacar, pero insisto. Siento que se
me salen los bofes del el fuerzo. ¡Pero la pucha! Qué flojita resulté. Pero no
puedo ceder, me da vergüenza decir que no doy más. Se asombran de mi
resistencia porque minutos antes me dijeron que este “es trabajo de hombres”.
Eso me da el motivo para no aflojar ni un tranco. Por suerte para mí, tengo que
parar para que otro con una pala saquen lo que removí. Y otra vez, me toca a
mí. ¡Ay, dios! Quiero tirarme en el piso (¡pero a la sombra por favor! Ah, y
tráiganme una cerveza bien fría) pero sigo haciendo el pozo. Por fin termino y
ponemos el pilote, enterrado a unos 50 cm de profundidad. Una hazaña que en
este caso es un pequeño paso para la humanidad pero un esfuerzo inenarrable
para mí. El segundo agujero, lo hacen los voluntarios. Para mi asombro veo cómo
se van turnando el rol de la varilla y el de la pala porque lo que me tocó a mí,
eso de pinchar la tierra con la lanza, no lo hace nunca una sola persona, se
van cambiando los lugares… soy una tonta.
Haciendo el pozo. Yo soy la de blanco (ja) |
El señor beneficiario de la casita está ayudando. Al cabo de
un momento su mujer le acerca algo para protegerse del sol: una especie de
boina de plush de color rosado y con una plumita en la frente. Más parece un
gorro de dormir de una bailarina del cancán frufrú que de un negro con una
pala. La verdad. Yo tengo una gorrita que me dio mi viejo que no debe ser mucho
más apropiada que la boina rosa del señor, porque tengo los hombros y las
mejillas en llamas a esta altura. Una negra me ve el color de los hombros
(prácticamente morados con una raya blanca de los breteles de la remera) y me
mira horrorizada. Creo que nunca les pasa esto. Me pregunta con curiosidad si
me pica. Me saqué los guantes de cuero que me dieron para el trabajo y tengo
dos ampollas en cada pliegue del pulgar. Un encono para agarrar lo que sea. Se
apiadan de mí pero también se divierten. Es definitivo: soy de mala calidad.
La casa de la familia afortunada que recibe la de madera |
Emprendo el regreso, la obra quedó “inaugurada”, otras 200
casitas fueron asignadas. Una gota en el océano. Pienso en la sensación, la
alegría de la familia que recibió la casita de madera y entonces cómo no pensar
en las otras 29.800 que no tienen esa “suerte”. Pero ¿qué suerte? ¿Es una
suerte que les den algo que en el mejor de los casos durará 5 años? ¿Y luego
qué? ¿Es acaso en algún punto una solución? ¿Realmente cree alguien que esto
les mejora la vida?
Es inevitable pensar que si se vertiera el dinero que estas
más de 10.000 ONG consumen, directamente en el país, Haití se levantaría más
pronto.
Algunas de estas organizaciones funcionan muy austeramente,
pero otras, tienen presupuestos de más de 1 millón de euros anuales. Y cada una
de ellas “ayuda” a su antojo. No hay un estado que regule sus necesidades. Así
esto se convierte en caridad y no en ayuda. Yo (generalmente un blanco) te doy
esto que YO sé que te hace falta. Y siempre, en todos los casos, son medidas
paliativas y no de fondo. Habrá mejores y peores voluntades, pero siempre es
desde un lugar de saber superior e iluminado.
Y de esos millones que piden a los diferentes estados para
trabajar en Haití, sólo un menor porcentaje es para el pueblo. La mayoría es
para infraestructura de la ONG (alquileres de lujo muchas veces, sueldos ídem,
camionetas, computadoras; luego funcionan un tiempo, hacen dinero y se van).
Los contingentes de las organizaciones no duran mucho tiempo, se vuelven a sus
países de origen, y con los que vienen hay que empezar de nuevo. Eso sí: los
que se fueron habiendo hecho un agujero en la tierra, piensan que tienen derecho
a reclamar un lugar en el cielo, que han dejado parte de sus vidas por Haití y
los negritos y que son buenos.
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